viernes, 28 de agosto de 2015

Resucitar al padre

"Se os abrirán los ojos y seréis como dioses"
Gen.3,5.

Woody Allen expresó su deseo de ser inmortal, no por sus obras, sino por no morirse. 

Raymond Kurzweil es un hombre que también quiere ser inmortal de ese modo, no muriéndose, pues no lo pretende como creyente religioso sino desde la fe tecno-científica. Opina que la expansión exponencial del desarrollo tecnológico, que ya había enunciado Moore en su célebre ley hace algún tiempo, no sólo se está verificando sino que es previsible que, en pocos años (hacia 2045), se alcanzará un punto de no retorno en el que habrá una cierta explosión de inteligencia, que supone híbrida, humana - máquina. Habla metafóricamente de “singularidad”, tomando este término del nada intuitivo de la física y de las matemáticas. 
Alcanzada la singularidad tecnológica, nuestras mentes podrán ser replicadas, la consciencia humana será propiamente híbrida con la de máquinas y probablemente el cuerpo mismo sea indefinidamente reparable o ya no necesario.

Kurzweil percibe que es posible que su cuerpo actual no tenga la estabilidad suficiente para alcanzar ese año, y por ello ingiere unas doscientas píldoras al día para “reprogramar” su bioquímica y tratar de mantenerlo hasta entonces. Las acompaña con vino tinto en un aislado ejercicio de sensatez.

Podría pensarse que estamos ante un iluminado más, similar a los que esperan la llegada de alienígenas o de un inminente Armaggedon, pero Kurzweil no parece sólo un fantasioso. Es un superdotado que ha contribuido poderosamente a mejorar la vida de mucha gente gracias a notables aplicaciones tecnológicas, lo que le ha valido reconocimiento internacional y múltiples premios. Parece que sabe de lo que habla cuando habla de ciencia. Colin Powell no se reunía con cualquiera para charlar sobre defensa.

La creencia de Kurzweil, sostenida por predicciones suyas previas que se han cumplido, es compartida, aunque sea con matices, por otros científicos conocidos como transhumanistas.

Hay cierta base para esa esperanza, suministrada por los espectaculares logros tecnológicos habidos en muy pocas décadas en varios ámbitos: neurobiología, nanotecnología, informática y genética molecular, principalmente. ¿Por qué no pensar en la posibilidad de una tecnología auto-mejorada constantemente que evolucione sin cesar, exponencialmente, hacia la emergencia de la consciencia, en fusión con nuestras mentes o sin ella? El gran von Neumann ya imaginó algo así.

En realidad, no sabemos qué pasará en el 2.045 ni en el 3.002; mucho menos en el 25.459. En realidad, no sabemos qué ocurrirá mañana o la próxima semana. Hacer previsiones sobre capacidades técnicas futuras es interesante sólo como ciencia-ficción, aun cuando puedan inspirar aplicaciones poco bondadosas de carácter militar.
Lo interesante de Kurzweil no es imaginar si acertará, cosa que parece muy poco probable y menos importante aun. Lo interesante en realidad es su planteamiento mismo, algo que ofrece en su libro, “The Singularity is Near”, y en el documental “The Transcendent Man”.

El documental es especialmente interesante porque es el propio Kurzweil quien habla, quien defiende la posibilidad de que lo escrito en el libro del Génesis se haga realidad, que el conocimiento nos haga como dioses.

Pero hay algo que llama especialmente la atención porque se muestra casi sin querer, y es la alusión de Kurzweil a su padre, muerto con 58 años. Vemos en el documental a Kurzweil derramando una lágrima ante la tumba de su padre, a la vez que dice que es probable que no vuelva a verlo. Probable, no seguro, porque Kurzweil no quiere salvarse solo, sino resucitar a su propio padre. Habla de exhumar su cadáver para obtener el DNA y tratar de generar un clon con esa información genética, pero también sabe que nadie es sólo biología y para ello tiene previsto echar mano del recuerdo de su padre y de los recuerdos que el propio padre legó en forma de fotos, videos, facturas incluso. Le servirá el material que tiene recogido en un montón de cajas y con el que espera modelar el cerebro del clon hasta reconstruir, resucitar, a su padre. 

La clonación ya dio de sí en su día para imaginar la reproducción de nuevos Hitler en la película “Los niños de Brasil” basada en la novela de Ira Levin. También en esa narración se considera la necesidad del entorno educativo; no basta con los genes. A Kurzweil lo inspira algo aparentemente más amable que al imaginado Dr. Mengele de la película. No sólo quiere vida eterna para él; también para su padre, aunque éste murió en 1970 y parece poco probable que expresara un deseo en ese sentido. Es igual. Quiere revivirlo, en una posibilidad monstruosa de transformar a su padre en un niño o una máquina hasta que en la artificial madurez, con toda su mente copiada desde el papel a ese engendro, pueda volver a reconocerlo como padre. 

Tal esperanza razonada parece la expresión de un serio problema biográfico. El padre de Kurzweil era músico pero, como compositor, aunque bueno, no parece haber sido alguien especialmente relevante, no al menos para este curioso mundo informativo que es internet, con sus "wikipedias" y demás fuentes. Sin embargo, un joven Raymond de 17 años logró que un ordenador construido por sí mismo “compusiera” música. Más tarde, con el asesoramiento de Steve Wonder,  fundó la compañía Kurzweil Music Systems dedicada a producir instrumentos musicales electrónicos. Hizo muchas más cosas que facilitar la creación musical, pero la música es el nexo inicial y mantenido con el padre. Y en eso aparentemente, de otra forma, lo superó. Por ello… ¿Qué quiere apaciguar resucitándolo?

Esta aparente locura es compartida por quienes conciben la ciencia como posibilidad soteriológica sin límites. Kurzweil no es, ni mucho menos, el único creyente. Y esta nueva creencia cientificista puede conducirnos a la peor distopía. Estamos ante una nueva religión que no quiere creer en Dios sino construirlo literalmente. Algo que parece compartir Tipler y que recuerda remotamente pero del peor modo, justamente al revés, al poético Teilhard de Chardin.

La mayor inteligencia puede ser ciega a lo más oculto y, a la vez, a lo más evidente de uno mismo, a lo que sólo es revelado en la casa del ser que es el lenguaje; en esa casa heideggeriana que precisa al otro para ser dicho.

La vida humana es más que un saber mantenerla. Hölderlin lo expresó desesperadamente en su petición: “Nur Einen Sommer göhnth, ihr Gewaltigen!” Sólo un verano (y un otoño pedía también). Le fue tristemente concedido mucho más pero de otro modo; tuvo una prolongación de vida como locura. No importa la duración de la vida sino el goce pleno de su misterio. ¿Quién quiere vivir para siempre?

miércoles, 19 de agosto de 2015

Famosos

"¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?"
Mc. 8, 36.

"Pura es la austeridad practicada con sincera fe, sin apetencia del fruto de la acción ni esperanza de recompensa"
Bhagavad Gita.

Parece que hay quien es capaz de suicidarse por alcanzar la gloria. Que ésta sea laica o sagrada parece asunto menor ante la importancia de ser alguien relevante, famoso.

Tradicionalmente se habla de famosos como de aquellos que son reconocidos por muchos en razón de algo. Con frecuencia, ese algo se olvida y, con ello, también el alguien que lo logró. La mayoría de quienes son honrados en nombres de calles son también perfectos olvidados por quienes por ellas transitan.

La fama ya no es lo que era. Y es que, en tiempos lejanos, la fama era la gloria, aunque nadie supiera decir qué significaba eso. Sabemos que Aquiles prefirió la gloria heroica a una vida prolongada pero común, gris. Y heroicas aparecen las figuras de muchos personajes históricos.
La fama gloriosa es apoteósica, pues sólo parece posible tras la muerte del héroe. Ese término, “héroe”, ha sido tomado incluso por la Iglesia católica para honrar con la canonización a quienes, según ella, han vivido las virtudes cristianas en grado heroico, aunque no aclare qué significa eso, exceptuando el caso del martirio por confesión de la fe.
Pero hay quien disfruta (o sufre) de su fama en vida. Como reconocimiento. De hecho, son muy abundantes los artistas y cantantes famosos, en muchos de los cuales tal condición puede acabar siendo letal. 

No todo el mundo puede actuar como Marlon Brando o cantar como María Callas. Es normal que esa peculiar mezcla de don y trabajo sea reconocida, aplaudida, por muchos. Es normal que se les haga famosos y que, desde la impresión de sus manos en el paseo de Hollywood hasta el registro de su opinión sobre cualquier cosa tengan mucho valor para muchos. Y es que la fama implica lo cuantitativo, la exposición de lo único a muchos, supone el espectáculo. Y nada más espectacular que el fútbol o la belleza. No es sorprendente que los mejores futbolistas se emparejen con misses y modelos (término que ya es definitorio de por sí).

También se da la posibilidad de alcanzar la fama por trabajos que no supongan lo espectacular. En ausencia de revelación biográfica alguna, un escritor puede ser famoso a través de su obra. Y lo que ocurre en el campo de la literatura, también se da, de otro modo, en la actividad artística y en la ciencia.

Una persona concreta puede hacerse célebre por su trabajo científico o artístico. Pero se da una gran diferencia entre esas dos actividades, sin las que nuestro mundo actual sería muy diferente. La relación obra - autor, tan clara en arte, lo es mucho menos en ciencia. Tal diferencia se da en dos órdenes, la fama real como reconocimiento y la fama pagada al autor o a otros que no tienen propiamente nada que ver con él. 

El caso de la pintura es sencillamente sintomático. “Les Femmes D’Alger” de Picasso alcanzó en una subasta los 179 millones de dólares. Bueno, es “un picasso” dirán algunos, como si Picasso estuviera aun en el cuadro. Quizá sea más llamativa la venta de una copia privada de “El grito” de Munch por casi 180 millones de dólares. Llamativa porque “el grito” parece reflejar la antítesis de lo que pueda ser su comprador. O quizá no; tal vez lo haya adquirido alguien que, además de rico, está angustiado ante la vida.

Picassos, Modoglianis, Rembrandts… ya son en plural, porque no se trata de cuadros de artista sino del artista mismo pluralizado en sus obras. 

Quien tiene dinero y pretende a su vez la fama a través de él, no quiere hacerse con meras copias fotográficas o pictóricas de un original. Quiere el original mismo, lo que una vez se pintó como acto creativo y en lo que se pretende que ha quedado congelada la creación misma. Hemos llegado a una situación paradójica en la que la pintura se desvaloriza por el acto de comprarla. Aquí sí puede decirse con propiedad que sólo el necio confunde valor y precio, una confusión que, en general, no le fue permitida al pintor, singular, único, que creó “pintores” en forma de cuadros por poner su firma en ellos y que pudo haber muerto en la indigencia.

Eso no ocurre en el caso de los científicos. Los hay que alcanzan su celebridad por algún descubrimiento y eso suele reconocerse dándole su nombre a una ecuación, ley física o teoría. No hay un “darwin”, sino la Teoría de la Evolución de Darwin. Tampoco hay un “maxwell” sino sus ecuaciones obre el electromagnetismo. Es cierto que, a veces puede hablarse de un voltio o de un amperio, pero no es algo que se venda. Ni siquiera los vatios o kilovatios se venden; sólo cuando se multiplican por horas, lo que desvirtúa el valor de la persona que se llamó Watt. 

Hay algo que puede explicar una diferencia tan palpable entre dos mundos que son, aunque distintos, creativos. Quizá la mejor explicación resida en que la ciencia es tarea de muchos y, en cierto modo (sólo en cierto modo, no como se desea desde utopías cuasi-religiosas),  progresiva y acumulativa. Aunque no hubieran nacido Planck o Einstein, es probable que ahora o más tarde tuviéramos una mecánica cuántica y otra relativista.

Sólo algunos casos son especiales por su “modo” de hacer ciencia, pero son más bien personalidades históricas algo lejanas, como Newton, de quien se dijo que se reconocía al león por sus garras cuando, de modo anónimo, resolvió el problema de la braquistócrona, abriendo el paso al cálculo variacional.

Es cierto que hay científicos cuya celebridad se reconoce. El caso más claro se produce en la ceremonia anual de los premios Nobel. Pero … ¿quién recuerda a los premios Nobel de hace dos o tres años? Y ¿quién sabe realmente por qué se dan los del año en curso? 
Los científicos actuales reconocidos no lo son tanto por su trabajo cuanto por su biografía. Tal vez el caso más conocido sea el de Hawking. Sus contribuciones han sido muy importantes, pero quizá menos que las de Edward Witten a quien sólo conocen en su casa (en su casa de físicos, se entiende). Richard Dawkins se ha hecho más famoso por su proselitismo ateo cientificista que por sus contribuciones reales a la Biología.

Un científico se hace célebre por la adversidad que rodea su trabajo, como Hawking, por la genialidad incuestionable, como Einstein, o, como suele ocurrir últimamente, por su paso a la divulgación científica y a la inmersión sacerdotal en la cosmovisión cientificista, como ocurre con Dawkins.
Claro que también los científicos han despertado de su ingenuidad, viendo que sus descubrimientos pueden patentarse. Desde esa perspectiva, ya no tienen que esperar a que sus obras, descubrimientos en este caso, sean vendidas post-mortem; pueden enriquecerse ya. Podríamos decir que, también en ese sentido pragmático, la ciencia ya no es lo que era.

En todos los ejemplos anteriores, la fama es algo que sucede como efecto colateral. Einstein no investigó en Física para hacerse famoso. Menos aún el aparentemente gris Planck. Tampoco parece que Modigliani pensara en el precio que adquirirían su obras una vez que él hubiera muerto. 

Pero hay quien hace de la fama objetivo. En una ya vieja serie televisiva (“Fama”), la maestra de danza les decía a sus alumnos “Buscáis la fama, pero la fama cuesta y aquí es donde vais a empezar a pagar”. En ese caso, la fama ya era objetivo prioritario, pero a alcanzar mediante un saber artístico que implicaba esfuerzo.

Actualmente proliferan quienes buscan la fama por la fama, ofreciendo sólo lo que tienen, un cuerpo y su vagancia en los tristemente célebres “realities”. Y la logran, aunque sea efímera y vaya ligada al grado de estupidez propio y de quienes siguen sus tristes peripecias. Y es que, si uno hace de sus carencias espectáculo, tendrá muchos espectadores también carenciales que lo verán ejemplar o, al menos, un paliativo de sus propias miserias.

miércoles, 5 de agosto de 2015

La nube. El recuerdo imborrable.

La escritura ya es antigua, tanto como la Historia misma, que surge con ella. Estabiliza el mensaje que durante milenios fue verbal; sin embargo, tanto en piedra, pergamino, papiro o papel… todo puede borrarse, accidental o deliberadamente. 

La dificultad de la destrucción de información escrita depende de la estabilidad de los medios de registro y, fundamentalmente, del número de copias de cada documento, o eso parecía hasta hace poco. 

La historia de la biblioteca de Alejandría ha mostrado crudamente el efecto catastrófico de la destrucción por accidente o por celo religioso de un depósito que albergaba manuscritos originales o copias únicas de documentos muy dispersos.

La necesidad de redundancia para contrarrestar la destrucción de soportes de información es obvia y se ha ido dando de modo generalizado para todo tipo de documentos. La imprenta superó definitivamente la fragilidad del soporte gracias a las copias múltiples de un texto. Pero no sólo los libros precisan de redundancia, también han de ser copiados muchos documentos. No son lejanos los tiempos en que el papel carbón facilitaba esta tarea y más próxima es la aparición de fotocopias, siendo en la actualidad la copia informática la más usada.

Curiosamente esas copias informáticas son frágiles por la corta vida media de sus soportes. Ya nadie usa hoy los “floppy disk” o los más recientes “diskettes”. Los “pendrive USB” se han impuesto, su capacidad se incrementa, pero no es descartable que, de la noche a la mañana también pasen ellos mismos al olvido.

Frente a la conservación secular de estelas y viejos pergaminos, el olvido de los sistemas informáticos de memoria es cada vez más rápido. Hoy asistimos a una situación de cambio importante y tiene que ver con la estabilidad del registro, dada por la existencia de internet. A efectos prácticos, la vida media de ese soporte parece que será inconcebiblemente prolongada. Y esa estabilidad supera la necesidad de copias; de hecho, basta a efectos prácticos con un solo ejemplar codificado electrónicamente de cada documento.

Aunque en nuestros ordenadores personales y soportes externos podamos guardar múltiples copias y también destruirlas, lo que “digamos” en internet equivale a escribir algo imborrable y, a la vez, accesible a muchos. 

Ocurre que internet no es un dios bondadoso, sino una herramienta tan útil como peligrosa. Las redes sociales no sólo sirven a quienes participamos en ellas sino también a quienes las usan para obtener información de cada participante. Puede negarse un puesto de trabajo a quien haya “colgado” ocurrencias en Facebook que el posible empleador considera inapropiadas. Un “tuit” emitido hace años con pretensión banal puede costar un cargo político. Un comentario social sobre enfermedades de familiares puede elevar el coste de un seguro médico. Vemos ya cómo si hacemos algún comentario sobre cualquier objeto de consumo, empieza a aparecernos propaganda de múltiples ofertas de venta. La salvaguarda informática de historias clínicas es mucho más preocupante.

Este nuevo soporte electrónico tiene dos grandes características: no precisa copias por parte del autor y es imborrable. Es igual que alguien cause baja en una red social; sus datos permanecen albergados en algún servidor. Y ser imborrable supone que el sujeto mismo se pierde como tal pasando a ser un perfil, un ente individual codificable como una colección de datos (o bits), y cuyos “pecados”, por muy de juventud que sean, quedarán para siempre sin perdón. Internet facilita el renacimiento vigoroso del conductismo.

Hace años era habitual oír en autobuses conversaciones de otros que hablaban en voz muy alta de sus vecinos, del tiempo o de fútbol; tanto se charlaba que había carteles expresando la prohibición de hablar con el conductor. 
Parecía darse una falta de privacidad escandalosa entre personas. Hoy la mayoría de los pasajeros van aislados, como individuos, a la vez que conectados con sus móviles, que suelen teclear frenéticamente. Pero resulta que la apariencia de privacidad es falsa, que tanta intimidad lo es para nada, pues los correos electrónicos pueden salir a la luz por muy privados que sean y todo lo que escribimos, sea en un móvil, sea en una red social o como consulta a un buscador, permanece, y no porque lo guardemos nosotros, sino porque lo hacen otros a quienes desconocemos. Todo eso está en “la nube”, se dice, en una nube que no es tal, sino más bien niebla sostenida por grandes arquitecturas informáticas fuera de nuestro control, fuera en realidad ya del control de nadie.

Es cierto que se ha iniciado un esfuerzo legislador por el que se contempla el derecho al olvido, pero basta con examinar el formulario que Google ha destinado a tal fin para ver que no es sencillo ser olvidado.

Nos volcamos hablando electrónicamente y todo eso es grabado. Entre todos construimos el Gran Hermano orwelliano y enriquecemos su información cada día, con textos, imágenes, podcasts y videos. Ni los sueños más osados de los agentes de la Stasi habrían conducido a algo así. El conductismo renace en la peor de las formas, caminando imparable hacia la forma más brutal de deshumanización. 


No se trata de ser nostálgicos y apagar los ordenadores (tampoco arreglaríamos nada), sino prudentes. Internet es una herramienta magnífica si la mantenemos a nuestro servicio y eso supone un serio esfuerzo en la educación de niños y jóvenes. El supuesto descontrol de internet, que tantos sueños utópicos alimenta en el terreno político, puede derivar, si no estamos alerta, en el peor autoritarismo, el deseado por los siervos con la misma intensidad que sus amos.