sábado, 23 de mayo de 2015

Duino. No podemos recordar el futuro.

"¿Wer, wenn Ich schriee, hörte mich denn aus der Engel Ordnungen?"
"¿Quién, si yo gritase, me oiría desde los coros de los ángeles?"
R.M.Rilke

La invariancia temporal de la dinámica newtoniana contrasta con la evolución macroscópica del mundo. Recordamos lo que aconteció en el pasado y no lo que ocurrirá en el futuro.  Se habla de tres flechas del tiempo, la cosmológica, la entrópica y la psicológica, siendo ésta la que más nos incumbe íntimamente. Decimos que el tiempo transcurre de prisa, cuando somos nosotros los que nos apresuramos en él, siempre que tenga sentido hablar propiamente de tiempo.

El contraste entre la invariancia temporal microscópica y la irreversibilidad macroscópica dista de ser conocido. Boltzmann aportó una aproximación extraordinaria: no es lo individual microscópico lo que es afectado por el tiempo sino lo colectivo, el conjunto de muchos entes individuales, moleculares, atómicos. La entropía, algo medible termodinámicamente, fue relacionada por él con un criterio estadístico: el número de microestados que son compatibles con un macroestado dado. Se suelen poner muchos ejemplos al respecto; desde gases confinados que se expanden, hasta líquidos derramados. En esos ejemplos, por mucho que esperemos, no veremos un retorno a la situación inicial. Ahora bien, resulta que también esa relación tiene invariancia temporal "a priori", pues, si es previsible que en el futuro el desorden aumente, también podría aumentar hacia el pasado desde un momento considerado, lo que no parece ocurrir. Y, si no ocurre, una de dos, o algo va mal con esa relación que liga la mecánica estadística y la termodinámica, o partimos, como se suele admitir, de un origen temporal de entropía mínima. Sería esa condición inicial, una situación altamente ordenada en el origen del universo, la que uniría la flecha cosmológica a la entrópica y, siendo nosotros seres biológicos, también a nuestro propio desorden en forma de envejecimiento y, finalmente, muerte, aunque la vida misma pueda construirse respetando el segundo principio, aumentando la entropía del universo.

Boltzmann parecía sufrir fuertes depresiones alternando con estados eufóricos; tal vez ahora fuera diagnosticado como bipolar, quién sabe. Él mismo relacionaba su situación, aunque fuera bromeando (¿se bromea sobre esto?), con haber nacido en la frontera que separa el martes de carnaval del miércoles de ceniza. 

En 1905 escribió escribió sobre su viaje a Berkeley en tono alegre (“Reise eines deutschen Professors ins Eldorado”). En septiembre de 1906 fue a pasar unas cortas vacaciones a Duino, un lugar hermoso que inspiró las elegías de Rilke. Antes de finalizar esa estancia, mientras su esposa y su hija menor se bañaban en las aguas del Adriático se ahorcó y así fue descubierto por su horrorizada hija Elsa, de quince años. 

No se le negó el funeral católico, tras el que fue enterrado en Viena en una zona conteniendo tumbas honorables (Ehrengraben): Beethoven , Schubert… Una peripecia post-mortem hizo que su cuerpo reposara finalmente en el cementerio central de Viena en 1922. En 1933 se erigió un monumento en el que se inscribió su célebre fórmula, que relaciona la entropía con la mecánica estadística.

¿Por qué se mató Boltzmann en Duino? Abundan quienes dicen que su depresión tuvo que ver con la hostilidad de otros científicos a la teoría atomística. Lidiar con Ostwald y Mach no debió ser fácil, pero Boltzmann fue reconocido y honrado como científico en vida y sería demasiado simplista asumir que el debate científico fuera causal en su suicidio. No tiene por qué haber “razones” para la depresión y, por otra parte, la depresión no queda en casa si uno se va de vacaciones; y un paisaje romántico no necesariamente sosiega. Un alma atormentada puede hallar en él el estímulo preciso para el paso al acto letal.

Su obra permanece vigorosa e influyente en el orden filosófico. Un trabajo reciente (2010) de Gressman y Strain publicado en PNAS ha revitalizado aun más el genio de Boltzmann, nos lo ha recordado y, al hacerlo, también indirectamente la imposibilidad, a la que ya estamos acostumbrados, de recordar el futuro. Somos en el tiempo.

A mi prima Teresa Peteiro, mujer vitalista ejemplar, In Memoriam. 

domingo, 17 de mayo de 2015

El olor del recuerdo



"En el mismo instante en que ese sorbo de té mezclado con sabor a pastel tocó mi paladar... el recuerdo se hizo presente... Era el mismo sabor de aquella magdalena que mi tía me daba los sábados por la mañana. Tan pronto como reconocí los sabores de aquella magdalena... apareció la casa gris y su fachada, y con la casa la ciudad, la plaza a la que se me enviaba antes del mediodía, las calles…"
Marcel Proust.

La experiencia de Proust suele citarse en cuanta revisión haya sobre la neurobiología del olfato, aunque Proust se refiera a sabor, más que a olor. Olfato y gusto van íntimamente ligados en lo que tiene que ver con el placer primordial de supervivencia: comer y beber.

En el olor, como en el gusto, hay química. A diferencia de lo que ocurre con el recuerdo visual o el auditivo, el desencadenante que un determinado olor produce es químico en su naturaleza y sorprendente en su resultado. En receptores asociados al rinencéfalo de Proust algunos componentes químicos de esa mezcla de una magdalena y té le hicieron revivir más que una experiencia puramente sensorial inmediata; como él indica, tuvo clarísimos recuerdos visuales asociados a ella, sugiriendo fuertes emociones implícitas en ese retorno a un tiempo pasado.

¿Por qué ocurre eso? Sabemos de la importancia del olfato en muchos animales, de cómo algunos perros policía pueden identificar trazas de droga o la existencia de un cadáver. En nosotros, ese sentido parece algo accesorio más allá de la experiencia de agrado o desagrado que un olor supone; en algunos casos, el olor advierte de algo malo, contaminante; en otros, el propio cuerpo alterado emite olores que son característicos para médicos experimentados. Se busca también facilitar el buen olor corporal no sólo con la higiene sino con el uso de perfumes y hay quien dice que su efecto se basa en potenciar mensajes químicos entre sexos, facilitando la acción de feromonas. Hay quien va más allá y alaba los pretendidos efectos de la aromaterapia. La tradición cristiana incluso reconoce santidad en alguien cuyo cadáver es delicadamente aromático (“murió en olor de santidad”, se dice). Süskind jugó con todo el impacto emocional asociable a olores en su célebre obra “El Perfume”.  

Sea como sea, la rememoración por medio del olfato se diferencia de otros modos de memoria en la necesidad de un desencadenante químico de mayor o menor complejidad, que se da las más de las veces por azar, y en su relación con la evocación brillante de vivencias antiguas. Podemos tratar de recordar a voluntad imágenes o sonidos, sean música o palabras, pero esa posibilidad no ocurre con la memoria olfativa: no recordamos ese olor que, si resurge por azar, haría revivir lo inefable de lo antiguo, lo que se alberga en el fondo biográfico. No recordamos bien los olores, pero los olores suscitan muy bien los recuerdos.

Con el oído y la vista percibimos respectivamente una banda de ondas sonoras y una parte muy pequeña del espectro electromagnético; también hablamos y reflejamos luz haciéndonos reconocibles a otros. Podemos grabar esas ondas y reproducirlas; podemos oír música, ver películas, hacer fotos… Pero ninguna foto, ningún video ni grabación sonora pueden situarnos en el pasado como puede hacerlo una conjunción de olores, porque el olor parece retrotraernos a lo más emocional, a lo más animal de nuestra sensibilidad, a ese punto en que lo biológico y lo biográfico se encuentran, cuando el mundo es olido de un modo único, para amarlo o devorarlo, para creer por un momento que el eterno retorno de lo mismo es factible. 

¿Por qué no grabar también olores? La respuesta no es sencilla, porque no estamos ante el registro de una onda sonora modulada o de un campo electromagnético, que puedan ser reproducidos, sino ante captación y reproducción de mezclas químicas cualitativa y cuantitativamente precisas. En ese intento se ha dado un paso tan aparentemente tosco como importante por parte de Amy Radcliffe con su prototipo “Madeleine”, con el que el olor de algo, emanado como mezcla gaseosa puede ser captado en una resina desde la que podrá establecerse la composición química de esa mezcla por espectrometría de masas. Ese espectro sería el análogo al negativo de una fotografía en una película sensible o, atendiendo a la complejidad implícita, al patrón de difracción de rayos X de una estructura cristalina. Si el revelado de un negativo parece sencillo, lo es menos la conversión de un patrón de difracción en un modelo estructural, como también lo es la transformación de una información analítica en la síntesis química en proporciones correctas de la mezcla detectada. 

Es decir, estaríamos en la primera fase del proceso: un registro analógico, en "negativo", del olor. ¿Qué ocurriría si se lograse el objetivo de reproducir lo que lo origina, la fase de revelado del negativo? Es difícil pronosticarlo pero algo así permitiría múltiples experimentos en modelos animales y en seres humanos, que abrirían las puertas a la comprensión del recuerdo que quizá sea más primordial, aquél en que lo más visceralmente biográfico entroncaría con nuestra animalidad. 

sábado, 9 de mayo de 2015

LA INFANCIA OLVIDADA. XIX Jornadas del ICF de A Coruña "El psicoanálisis hoy".



Mala cosa es olvidar la infancia, tanto la propia, porque ese olvido suele ser represivo y origen de síntomas neuróticos, como la de los demás, la de quienes aun están atravesándola. 

En las Jornadas del Instituto del Campo Freudiano habidas en mi ciudad se ha reflexionado sobre todo el arco que comprende desde lo más íntimo de cada uno, lo que remite a la propia infancia, hasta el niño como paciente, el que se muestra como sujeto de trastorno y que nunca ha de ser considerado como objeto, ni siquiera como objeto protegido. 

Siempre se es sujeto, incluso siendo niño, y siempre hay un otro. Un otro acogedor o problemático. Un otro que puede ser la familia o la institución que trata de paliar su ausencia o sus fracasos o algo distinto y peor.

Las distintas ponencias presentadas el viernes en modo de “flash” por razones de tiempo mostraron mucho y bueno para la reflexión. La excelente conferencia impartida el sábado por Mariam Martin Ramos y el debate posterior, moderado por Manuel Fernández Blanco, tuvieron un efecto magnífico en lo que apunta a mostrar dos aspectos esenciales en la tarea clínica: sensatez y responsabilidad. 

El sentido común ha de ser verbalizado y eso no es tarea fácil. Cuando se oye hablar a psicoanalistas que reflexionan desde un saber empírico (nada mas falso que ver en el psicoanálisis un mero constructo formal), uno pasa a una situación especial, de gran riqueza espiritual, la de darse cuenta. Y es así como nos dimos cuenta de muchas cosas que, una vez dichas, expresadas con rigor y valentía, parecen auto-evidentes pero que distan de serlo.

El “buenismo”, el “humanitarismo”, no sólo no bastan, sino que pueden empeorar las cosas, incluso en circunstancias de partida terribles como son los orfanatos de determinados países. Olvidar la infancia supone olvidar al sujeto en una etapa que ha de atravesar con todas sus dificultades. Y es que no es lo mismo proteger que controlar. Por eso se insistió en que “cuando el hijo lo es a cualquier precio no hay deseo”, de tal modo que ese “querer” llega a ser la versión actual del niño no deseado. Por eso se repitió también una frase dura, tanto como acertada, al referirse a “la infancia olvidada en un campo de concentración protegido”.
La moda científica no es ajena a ese afán segregacionista, concentracionario, incluso en aras de las llamadas buenas causas. Del "uno por uno" que defiende el psicoanálisis en el mejor modo, podemos pasar al aislamiento cientificista, a la segregación, desde un pretendido saber que no es tal.

Son ya 19 las Jornadas celebradas por el Instituto del Campo Freudiano de A Coruña. De cada una de ellas se sale con una sensación difícil de describir, algo así como un realismo esperanzado, algo sustentado por el análisis riguroso de lo que ocurre en nuestra civilización, que muestra la crudeza de lo peor, pero que, sin nostalgias inútiles, apunta a la esperanza en lo humano, lo que hace que vivir valga la pena. 


Si la ciencia atiende a sectores de realidad, si la filosofía interroga sobre el saber mismo, el psicoanálisis se va haciendo desde el empirismo clínico y la reflexión honesta, con el ánimo de facilitar que cada uno pueda hacer de su vida algo valioso para sí mismo y, como consecuencia, también para los demás.

viernes, 1 de mayo de 2015

El olvido de la propia vida

“No hay nada que hacer, no hay ningún sitio donde ir, no hay nada que ser, no hay nadie a quien conocer”.
Expresión de Dick Cavett citada por Thomas Ligotti

¿Por qué una persona normal sucumbe sin más a una depresión? No es algo raro; se estima una prevalencia del orden de un uno por ciento.

Hay una tendencia que roza a veces la pseudociencia a ver en la teoría de la evolución la gran explicación para todo, y uno de los ejemplos más típicos es el de la anemia falciforme, una enfermedad que se mantendría porque los hematíes alterados en ella evitarían ser parasitados por el Plasmodium. Una enfermedad que evita otra. Pero… ¿evita algo la depresión? No lo parece. No hay explicación en el cuadro evolutivo. Es el absurdo absoluto.

De repente, a veces anunciada, se asiste a la caída inexorable, al desfondamiento del ser; más bien a le presencia del no ser, de un cuerpo deshabitado aunque esté vivo o aunque lo parezca más bien. Porque ¿es eso acaso estar vivo?

Nada más ridículamente inútil que los consejos o las palabras de ánimo en tal situación. Nada más perverso que creer comprender lo incomprensible. 

Nada que decir aunque se insista repetitivamente en la queja absurda por irreal, por ajena a la situación. Nada que escuchar. 

Se ve necesario desde la normalidad el recurso a la magia de los medicamentos que no funcionarán, o tal vez sí; nunca se sabe, pero, si hay un nombre idiota, es “antidepresivo”. Y si la magia alquímica no sirve, queda la eléctrica en forma de electroshock o, en plan moderno, la magnetoterapia. Ensayos clínicos y meta-análisis que muestran lo que no se quiere ver. Algún caso muestra mejoría, o no. Quién sabe qué ocurre ahí dentro, en esa maraña de miles de millones de neuronas. 

Habrá quien diga que, de algo tan cruel, uno sale reforzado. Y ocurre que no siempre se sale, porque uno a veces se mata. Y, cuando se sale, se sale anestesiado afectivamente, con dolor, con resentimiento, pero no mejor. Kay R Jamison tuvo sus brotes y se hizo psiquiatra y publicó libros en los que relaciona creatividad y psicosis. ¿Quién querría ser creativo a tal precio? 

Aminas, endorfinas, NGF, factores de transcripción… palabras vacías, tanto como lo que pretenden explicar. ¿Quién sabe si la isonazida, base de los IMAO iniciales simplemente “funcionó” porque mejoró el estado clínico general de algún tuberculoso? ¿Por qué algo que parece funcionar, estabilizar al menos, desde el loco experimento de Cade, queda relegado al olvido? En este caso sí sabemos la cruda respuesta: no tiene sentido investigar en lo que no es patentable.

En plena depresión, el paciente no sería capaz de apretar un botón que lo sacara de ella. Ni esa fuerza es concebible en tal estado. A veces, el estímulo farmacológico da esa pequeña energía para apretar otro botón, el de apagado definitivo, el del suicidio. Y es que la muerte parece mucho más compasiva cuando es definitiva que cuando ha de soportar un cuerpo que conserva signos vitales y que sostiene sólo el absurdo.

Es fácil decirle a alguien desde una aparente objetividad, especialmente cuando es joven, que la vida le sonríe. Pero sólo uno mismo puede saber de la sonrisa cruel de su propia existencia. Porque la vida puede sonreír desde el tener a la vez que destroza al ser.