viernes, 24 de abril de 2015

No hay recuerdos ahí fuera. Estamos solos.

No recibimos mensajes del espacio exterior. En realidad, no recibimos recuerdos, ya que lo que pudiéramos detectar sería algo del pasado más o menos lejano, dependiendo del tiempo que la luz tardase en llegar desde el lugar de origen hasta nuestros sistemas de recepción.

Se ha argumentado que, dada la potencial cantidad de mundos habitables en el Universo, sería una extrañeza que la vida sólo se diera en un planeta; el mismo razonamiento sugiere que, si aquí ha sido posible la aparición de vida inteligente, es razonable que haya civilizaciones más o menos avanzadas en otros planetas de nuestra galaxia o de otras. El tiempo implícito en la separación entre el "homo sapiens" y sus vecinos primates más próximos es muy reducido en comparación con el tiempo total transcurrido desde la aparición de las primeras formas de vida hasta ahora; siendo así, no es descartable que la evolución tecno-científica de algunas civilizaciones alienígenas se haya iniciado antes que la nuestra dando lugar a “super-civilizaciones”.

El mantenimiento de una super-civilización podría suponer la colonización de un sistema estelar o incluso de una galaxia entera. Para ello sería necesario el uso de sistemas adecuados de captación de energía, habiéndose postulado por Nikolái Kardashev tres tipos de civilizaciones:  desde las que usarían la energía de su planeta (tipo 1) hasta las que podrían usar la energía de toda una galaxia (tipo 3). Entre ellas, las de tipo 2 podrían lograr un uso óptimo de la energía de una estrella mediante una esfera Dyson (un sistema de colectores de luz en órbita formando una estructura más o menos compacta).

La esperanza de descubrir inteligencia extraterrestre subyace al proyecto SETI, basado en detectar señales electromagnéticas asociables a posibles mensajes del exterior. 

Hay otra alternativa de detección de vida inteligente extraterrestre. Una super-civilización que hiciera uso, por ejemplo, de esferas Dyson, y que llegara a colonizar una galaxia entera, aumentaría claramente la producción de entropía y dicho aumento supondría un desplazamiento hacia longitudes de onda situadas en el infrarrojo medio en comparación con el espectro de galaxias no colonizadas. Esa posibilidad se ha examinado en el proyecto WISE (Wide-field infrared survey explorer). Tras analizar unas cien mil galaxias “cercanas”, los resultados apuntan, según Jason Wright, a que ninguna de ellas alberga signos de civilizaciones altamente avanzadas.

Los resultados negativos no excluyen la existencia de vida extraterrestre inteligente. Pudiera ocurrir, como señala Karl Schroder, que una civilización avanzada no se caracterizase por una gran explotación de recursos observable desde el exterior como una alta producción de entropía, sino más bien por un desarrollo óptimamente sostenible.

Las galaxias observadas son lejanas en el espacio y, por ello, ya que la velocidad de la luz es limitada, también en el tiempo. No es descartable que condiciones de entonces, como una mayor frecuencia de estallidos de radiación gamma, esterilizaran literalmente cualquier posible adelanto en una evolución que abocara a vida inteligente.

Fermi era pesimista. Pensaba, coincidiendo con su trabajo en el Proyecto Manhattan, que, aunque fuera muy alta la probabilidad de vida inteligente alienígena, también lo sería la probabilidad de auto-destrucción, por lo que nunca alcanzaría un estado de super-civilización detectable.

¿Y si, simplemente, no hay nadie? Hemos de tener en cuenta que, si pensamos en inteligencia alienígena, lo hacemos necesariamente de modo antropomórfico, aunque la concepción de esa vida exterior esté abierta a la imaginación más calenturienta. Es antropomórfico incluso suponer que la evolución, proceso crudamente aleatorio, implique la aparición de consciencia como algo necesario. De hecho, en un mundo en el que han aparecido millones de especies, somos la única que habla y, por ello, ha podido dar paso a la cultura. Bien podría ocurrir que nunca se diera vida inteligente en nuestro propio planeta. ¿Por qué habría de ocurrir en otros?

¿Y nuestra especie? También podría tener un desarrollo tecno-científico muy alto y aun así acabar desapareciendo. Quedan muchos millones de años para que el sol se convierta en una gigante roja; tal vez haya tiempo para colonizar antes otros planetas extra-solares, pero en el camino muchas catástrofes nos acechan y no sólo exteriores. Freud nos habló de la pulsión de muerte, algo manifestado de forma masiva en el siglo XX. Tal vez sea esa pulsión la que alimentó perspectivas filosóficas y míticas que ven en la muerte de la especie la única salida, la única solución al dolor generalizado. En un libro reciente, Thomas Ligotti alude al pesimista Peter Wessel Zapffe, quien sitúa nuestra pérdida de la inocencia en el momento en que adquirimos “un excedente abrumador de consciencia por el que la vida humana se sobrepasa, se hace paradoja y pasamos a ser un absurdo en el paisaje”. Indica también Ligotti que “la consciencia, madre de todos los horrores, nos hace creer que estar vivos no es un error, que algo tiene sentido.” 

La primera de las nobles verdades enunciadas por Buda es que toda existencia es sufrimiento. Ligotti rechaza cualquier “solución” budista o cristiana al sufrimiento porque entiende que la única salida real al mismo es que simplemente no exista porque no haya quien lo perciba, dejando de ser como especie, cesando en la reproducción. 

No es algo novedoso ya que en el seno del cristianismo se dio algo similar a ese deseo de acabar con lo que se veía intrínsecamente malo. Ocurrió con una secta herética en el siglo XII. Nos dice Pierre Labal que para los cátaros “el mundo es eminentemente desdeñable… no podía ser de otro modo ya que es obra del Diablo. Esta tierra es el infierno. El acto sexual es diabólico puesto que es un medio a través del cual el hombre y la mujer participan en la perversa empresa de ir metiendo, generación tras generación, almas en cuerpos de barro”. No deja de ser paradójico que la brutalidad inquisitorial asociada a una cruzada interna lo fuera, sin pretenderlo, contra una forma de extinción considerada utópica.

De momento, estamos solos contemplando el grandioso Universo desde este pequeño planeta. No sería descartable que, cuando llegaran las señales esperadas de otras inteligencias exteriores, no hubiera aquí nadie para recibirlas. Pero, de momento también, podemos maravillarnos extáticamente ante la gran belleza cósmica, intentando, desde la contemplación estética y científica, percibir su misterio.

jueves, 16 de abril de 2015

Angustia, recuerdo y esperanza.

“Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios y yo su redactor”
Jorge Luis Borges

Algunas personas, en unos casos antes, en otros después, muchas veces con ayuda, acaban contemplando el vacío, percibiéndolo como angustia a atravesar. Tal vez eso, que no es miedo ni ansiedad, sea la angustia a la que se refirió Heidegger. O no. Quizá desde ese vacío sea posible la comunicación entre existencias dispares y, de ser así, parece entendible la aparentemente extraña afirmación de Borges.

Desde el vacío la poesía sería adecuadamente atendida y concebida como “poiesis”, pudiendo así lo más  auténticamente humano ser construido y dicho. Heidegger no paró de hablar, tan pesado como era, de eso, y lo hizo tomando como caso ejemplar un poema de Hölderlin, aquel en el que están contenidos unos versos: 
“Voll Verdienst, doch dichterisch, 
wohnet der Mensch auf dieser Erde” 

(que tal vez podría traducirse por: “Lleno de méritos, sin embargo, poéticamente habita el hombre en esta tierra”). “Habitar poéticamente” suena bien, más sabiendo que quien lo dijo se trastornó después, quizá por amor a una Diotima inalcanzable. Y resulta acogedor y estimulante en un mundo que no es precisamente poético sino burdamente mercantil.

En su recomendable libro “La edad de la nada”, Peter Watson nos recuerda que, tras habérsele diagnosticado a Richard Rorty un cáncer de páncreas, un hijo suyo y un primo que era pastor protestante le preguntaron, respectivamente, sobre qué le había sido de utilidad en la filosofía y si su pensamiento había tornado a lo religioso. Se limitó a contestar que la poesía le había servido de mucho (era un pragmatista y las cosas servían o no, simplemente). Se refirió a dos poemas; uno de ellos, “El jardín de Proserpina” de Algernon C. Swinburne, del que resaltó estos versos:

“Por eso agradecemos a los dioses
Sean quienes sean
Que la vida no dure eternamente, 
Que nada perturbe el sueño de los muertos, 
Que hasta el río menos impetuoso
Haya siempre de retornar al mar.”

En cierto modo es la afirmación de Jorge Manrique convertida en deseo.
Por su parte, Harold Bloom refería que “a las puertas de la muerte me he recitado poemas, pero no he buscado un interlocutor para entablar una conversación dialéctica”. ¿Para qué discusiones metafísicas cuando uno se va a morir? Quizá todo esté ya dicho y baste con recordar sólo lo que valga la pena para afrontar lo que los viejos llamaban el tránsito (es curioso que en el idioma gallego permanezca una noción desaparecida en otras lenguas y aun hablemos aquí de “o pasamento" de alguien. En Galicia la muerte es la muerte, no una banalidad).

Una gran película tiene como título unas palabras tomadas de William Wordsworth, “esplendor en la hierba”. La belleza y tragedia de Natalie Wood subrayan aun más hoy que entonces, la fuerza de este fragmento que leía: 

“Though nothing can bring back the hour
 Of splendour in the grass,
 of glory in the flower,
 We will grieve not, rather find
 Strength in what remains behind”.

(“Aunque nada pueda hacer volver la hora
del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores,
no debemos afligirnos, pues encontraremos
fuerza en el recuerdo”).

¿Fuerza en el recuerdo? Tal vez consuelo o nostalgia, cierta alegría incluso, pero la fuerza, aunque pueda apoyarse en el pasado, surge de un presente que mira al futuro como posibilidad abierta. 
Se dice, generalmente, cínicamente también, ante la enfermedad mortal de alguien, de otro, no de uno mismo, que mientras hay vida hay esperanza. Y resulta que no; que es más bien al revés, que sólo hay vida mientras existe esperanza. ¿En qué? No en nada, no en todo. Sólo en lo más cercano y misterioso a la vez,  como la rosa que contemplaba Freud al ser entrevistado al final. 
Wittgenstein aludía a la conveniencia de callar cuando no se puede hablar. Santa Teresa insistía en la paradoja de hablar de lo inefable "tenido" recomendando que nada nos turbe, que nada nos espante pues "quien a Dios tiene nada le falta: Sólo Dios basta.”

Y es que todo es demasiado complejo, demasiado amoroso, para ser turbados por lo superfluo. A pesar de la angustia o quizá precisamente por ella. Pero sabemos ya por muchos que en la poesía tenemos algo que nos acerca a lo auténtico y eterno.

domingo, 5 de abril de 2015

No nos olvidemos de hablar.


“Bajo el reinado del joven que recibió la soberanía de su padre, Señor de las Insignias reales, cubierto de gloria, el instaurador del orden en Egipto, piadoso hacia los dioses…”
Texto escrito en 196 a.C. en la piedra de Rosetta

“Civilization now happens digitally.
And it has no memory
This is no way to run a civilization.”
Danny Hillis

Sabemos de la importancia de que uno de tantos decretos se inscribiera en una estela de granodiorita en jeroglífico, demótico y griego antiguo. No se debe al texto en sí sino a la circunstancia de que éste fuera escrito en tres lenguas en un soporte que resistió el paso de siglos. Champollion pudo descifrar así los jeroglíficos egipcios mostrando el resultado de su trabajo en 1822.

¿Podría ocurrirle al inglés o al español lo que pasó con los jeroglíficos, de tal modo que nadie pudiera descifrar textos en estos idiomas al cabo de muchos años? No lo sabemos, pero sí es muy probable que lenguas minoritarias hoy en día desaparezcan sin dejar rastro en poco tiempo. 

En la actualidad se conoce la existencia de 7102 lenguas en el mundo, muchas de ellas habladas por muy poca gente. 

¿Por qué no salvar lo posible haciendo una piedra de Rosetta moderna? Con esa perspectiva se ha acometido un proyecto que intenta guardar como archivo digital (Internet Archive) unas cien mil páginas de documentos y registros en audio de unas 2500 lenguas.  Además de información relativa a aspectos gramaticales, se recogen en cada una de esas lenguas textos tan conocidos como el inicio del Génesis o la Declaración de Derechos Humanos. 

Si la piedra Rosetta sirvió para saber del pasado, fue por su estabilidad; por ello, se ha pensado también en un soporte que no sea digital sino físico, duradero y múltiple, lo que dio lugar en 2008 al Disco Rosetta, un disco de níquel de 7,62 cm de diámetro que contiene más de 13.000 páginas de información sobre unos 1.500 lenguajes humanos. No se precisa ordenador alguno para leerlo; sólo un sistema óptico que proporcione más de 600 aumentos, un microscopio relativamente simple.

Hay algo llamativo en este intento de conservar información lingüística. Retoma lo más clásico, tanto en “hardware” como en “software”, usando como soporte la consistencia sólida del níquel y sustituyendo el habitual lenguaje binario por los signos reales utilizados en cada lengua, mediante una grabación analógica. Un número de copias elevado facilitará sin duda la permanencia de, al menos, algún disco por muchos siglos.

El proyecto persigue conservar lo que presumiblemente se perderá rápidamente y es a la vez una llamada de atención al mantenimiento de la diversidad lingüística. 

En un tiempo en que parece que no podemos vivir sin informática, no es malo recordar la corta vida de los materiales que la sostienen, incluyendo los soportes de memoria física. Nadie puede hacer nada con un disco flexible de 8”. ¿Servirá para algo un “pendrive” dentro de diez años? ¿y un DVD? Pero también la propia forma de entenderse con los ordenadores es olvidadiza. No son lejanos los años en que se impartían cursos de Fortran IV o en los que se anunciaban academias prestas a enseñar el “lenguaje del futuro”, el Basic. Lo más novedoso y aparentemente universal, el lenguaje de ordenador, y las aplicaciones que permite, parecen lo lo más efímero. 

La intensa globalización facilitada por los sistemas de comunicación digitales es lesiva para la diversidad de lenguas, al favorecer la existencia de una lingua franca deteriorada a su vez, con un vocabulario muy restringido y una ortografía cada vez más ignorada. En España hemos asistido incluso a políticas activas en la destrucción de lenguas propias sin que ello lograra el supuesto beneficio de que nuestros jóvenes se expresen mejor en inglés. Más que hacia una lingua franca caminamos hacia una pobre neolengua infantiloide. Sabido es que cuantas mayores posibilidades de comunicación existen, menos comunicación real se da, lo que sugiere que un avance técnico como el que suponen los “smartphones” pudiera ser, en realidad, el peor ataque a lo que nos hace humanos: ser hablantes.

Si la tecnología sostiene un empobrecimiento cultural masivo, las políticas educativas inspiradas por el plan Bolonia parecen facilitarlo, haciendo del lenguaje (incluso del matemático) mera herramienta de servidumbre tecno-científica. Por ello, frente a la deshumanización cientificista se hace preciso recuperar el valor real de la ciencia misma, que sólo puede darse en un contexto humanístico. No es descartable que la buena ciencia (no la mera obsesión febril por publicar en revistas científicas) sólo pueda construirse si se retorna a los clásicos y se prioriza en la enseñanza básica y secundaria el estudio de las llamadas lenguas muertas, que nunca lo han estado propiamente.