viernes, 27 de marzo de 2015

Lejos de casa

Exceptuando casos de grandes exploradores, nuestra casa es nuestro espacio habitual y referencia de retorno cuando viajamos. Nos vamos sabiendo que volveremos a ella. Tal vez los más caseros sean los nómadas, que la llevan consigo.

Quizá nadie olvide su casa, ni siquiera quienes sufren la enfermedad de Alzheimer, que quieren a veces retornar a ella, a la suya propiamente, a la de su infancia. En las trincheras eran tan frecuentes las llamadas de soldados heridos a su madre como el deseo de regresar a casa; en cierto modo, la madre y la casa son lo mismo. No cabe el olvido de algo esencial. Incluso el viaje heroico tiene la perspectiva del retorno, como canta la Odisea.

Quien se ve forzado a emigrar, algo tristemente habitual en estos tiempos, lo hace con la idea de volver aunque después eso no ocurra y, en cierto sentido, el retorno a casa suponga un cambio geográfico de la casa misma, una adaptación al nuevo medio.

Por eso, algo que puede horrorizar es la imposibilidad de volver, especialmente cuando más próxima está esa casa y cuanto más hermoso es lo que nos separa de ella.

En la película Gravity se muestra la gran soledad de la protagonista en el Universo tan bello como hostil, con la casa, concebida en este caso como la Tierra misma, tan aparentemente cercana. La belleza natural no siempre es acogedora y esos “espacios infinitos” pascalianos pueden suponer el máximo horror si se está solo en ellos para siempre.

Una pintura de Wyeth, “El mundo de Christina”, simboliza lo mismo: la cercanía insalvable. También, como en Gravity, estamos ante la belleza natural que oculta al principio lo terrible. En esta pintura, lo observable a primera vista es una joven tendida en un espacio abierto con unas casas al fondo, una imagen de serenidad, de sosiego. Sólo cuando sabemos de la parálisis de Christina es cuando nos damos cuenta de la fatal situación.
En ambos casos se da una cercanía aparente sólo para el observador. En Gravity hay alejamiento real por un fallo técnico. En la pintura de Wyeth el fallo es neurológico. En ambos casos, la belleza de la que podría surgir un sentimiento extático se convierte, por el contrario, en cruel elemento de separación, de aislamiento en la proximidad.

Los dos ejemplos nos recuerdan la soledad esencial, la que se da en este “ser arrojados” que dijo alguien, algo que puede paliarse si concebimos el ser como siendo para otros, como apuntaba Lévinas.

lunes, 23 de marzo de 2015

El necesario recuerdo de nuestra ignorancia



“Frente a los enigmas del mundo material, el investigador de la naturaleza está habituado desde hace tiempo, con viril renuncia, a pronunciar su ignoramus... donde él ahora no sabe, pero podría acaso saber, o sabrá un día, en ciertas condiciones. Pero frente a los enigmas relativos a qué sean materia y fuerza y cómo ellas puedan ser capaces de pensar debe, una vez por todas, plegarse a un veredicto mucho más duramente renunciatorio: ignorabimus!”  
Emil du Bois-Reymond. “Über die Grenzen des Naturerkennens”.

No sabemos.

Cualquier persona sensata estará de acuerdo en que ignoramos mucho de nuestro mundo y de nosotros mismos. Pero Du Bois-Reymond fue mucho más allá al declarar que hay cosas sobre las que nunca podremos saber y no se refería a la metafísica sino a la propia física.

Esa ignorancia esencial puede extenderse o no a todos los ámbitos del conocimiento. Pero no parecía que también afectara a las matemáticas. Hilbert decía que “La convicción en la resolubilidad de todo problema matemático es un incentivo para el trabajador. Escuchamos dentro de nosotros el canto imperecedero: he ahí un problema. Busca su solución. La podrás encontrar mediante la razón pura, pues en la matemática no hay ignorabimus”.
Mucho más tarde en su vida, al retirarse, insistió en que “En lugar del necio ignorabimus, nuestra respuesta es la contraria: “Debemos saber, sabremos”. Esa frase, tal como él la pronunció figura como epitafio en su tumba en Göttingen  Y así, en alemán, tiene hasta cierta tonalidad poética: “Wir müssen wissen, wir werden wissen”. Sabemos que Gödel desbarató esa afirmación transformándola en deseo imposible al demostrar que las matemáticas no pueden ser completas y consistentes a la vez.

En Fisica, Heisenberg mostraba límites esenciales al conocimiento posible en el ámbito cuántico haciendo así afirmación tanto del ignoramus como del ignorabimus, en forma de principio de incertidumbre.

Esos límites en el conocimiento físico y matemático lo son, en cierto modo, ahora y para siempre. Nunca tendremos una aritmética completa y consistente a la vez y nunca podremos medir simultáneamente el momento y la posición de una partícula. Ese “nunca” en cierto modo trasciende al tiempo: que lo sepamos ahora supone que siempre ha sido así (aun cuando no hablásemos de partículas) y que siempre será así, aunque hablemos de cuerdas. Pero podemos vivir con ello. A fin de cuentas, las matemáticas siguen avanzando y la indeterminación cuántica no sólo no nos impide hacer predicciones magníficas en ese ámbito sino que ofrece un panorama de ricas posibilidades epistémicas.

El ignorabimus al que nos resistimos se da más bien en el orden más pragmático. ¿Ignoraremos siempre lo necesario para predecir con tiempo suficiente catástrofes geológicas o meteorológicas? ¿Podremos algún día prevenir crisis económicas o guerras? ¿Podremos curar el cáncer y, en general, cualquier enfermedad?  Se trata de un orden práctico y que mira al futuro aunque use el presente y el pasado como “base de datos”.

La utopía cientificista supone asumir como postulado la inexistencia del ignorabimus en el ámbito de lo humano. Pero como toda utopía, o es inalcanzable o se transforma en lo peor, en distopía realizable. Y es que, además del hecho tan cuestionado por muchos científicos del libre albedrío, son tantas las variables que intervienen en el proceso histórico, que la predicción, o prospectiva como prefieren decir algunos estudiosos, se hace inviable a tal punto que, en el mejor de los casos, podemos saber, como dicen que decía Sócrates, que no sabemos nada. Ello es así porque incluso en el caso de fenómenos dependientes de pocas variables asistimos en general a procesos no lineales, a situaciones en las que rigen leyes de potencia en vez de desviaciones de curvas gaussianas y que darán cuenta retrodictivamente, pero no a priori, de sucesos como la desigualdad económica o el éxito social o político, o el desencadenamiento de una guerra, hambrunas o epidemias.

Nada parece programable por mucha potencia de cálculo que haya. De vez en cuando suceden acontecimientos que cambian todo drásticamente. Un disparo en Sarajevo, aviones que chocan con las Torres Gemelas, un suspenso a quien quería ser pintor de Academia… Pero también grandes descubrimientos como la penicilina o la radiación de fondo de microondas. Son los llamados “cisnes negros” por Nassim Nicholas Taleb.

La Historia no es precisamente algo meramente incremental, ni siquiera revolucionario; también contempla catástrofes. Según Cicerón, “Historia magistra vitae est et testis temporum”. Ese magisterio no nos dirá propiamente nada de lo que pueda ocurrir, aunque lo consideremos con instrumentos científicos. Ahora bien, nos servirá para estar advertidos ante acontecimientos sorprendentes para bien y, demasiadas veces, para mal, pero sucesos de los que, en mayor o menor grado, seremos responsables. La advertencia de nuestra ignorancia parece la mejor de las formas con que mirar hacia el futuro, incluso el más inmediato.

viernes, 13 de marzo de 2015

¿Qué recuerdan los que más olvidan?


 “Can dementia’s frozen walls be broken so that hearthside warmth of home again is known?”
Daniel C. Potts.

¿Qué siente una persona que padece la enfermedad de Alzheimer?
La pregunta suele enunciarse así, preguntando por el sentir, por un sentir básico, primordial, ya que se supone que el saber ha desaparecido o va desapareciendo. ¿Y si no fuera así? ¿Y si el paciente supiera lo esencial? Porque… ¿Qué es saber lo esencial?

Lo peor de quien padece Alzheimer no es que olvide, sino que es olvidado por quienes están o creen estar a su lado, por quienes hemos estado aparentemente a su lado.

La historia natural de esta demencia es bien conocida. Una vez diagnosticada, es predecible lo que ocurrirá. Pero es una enfermedad neurológica o psíquica (los psiquiatras biologicistas aspiran en el fondo a ser neurólogos) y no es comparable, por ello, a una enfermedad del aparato digestivo o del riñón. Lo que ocurrirá será sólo marca exterior, visible, del deterioro interno, profundo.

Somos seres hablantes y la afasia, no poder decir al principio lo que se desea o hacerlo dando largos rodeos, la dificultad posterior de nombrar incluso a quien se quiere, apunta a la mortalidad en vida del demente, que está vivo sin vivir, sin hablar después de haber tenido durante meses un discurso tan estereotipado como absurdo.

Desde ese estado es factible, sin embargo, poder gritar… con pinceles. Ese fue el caso de William Utermohlen, a quien se le diagnosticó Alzheimer a los sesenta y un años. Pintaba antes y siguió haciéndolo. Se pintó a sí mismo, y la evolución de sus autorretratos mostró la tragedia oculta. En pinturas sucesivas Utermohlen era dicho por sí mismo, por lo que quedase de él. Lienzos distintos evocan la única pintura que se transforma terriblemente, evocando injustamente a Dorian Gray.

¿Qué quiso mostrar Utermohlen? Quizá todo, tal vez nada. A veces la diferencia entre todo y nada es sutil, incluso cuando nos referimos a Dios, según sermoneaba el Maestro Eckhart.

Hay quien quizá prefiera, al pintar demente, ignorarse a sí mismo, fascinándose por una imagen, como le sucedió a Carolus Horn con el puente Rialto de Venecia.

Quien pinta sigue pintando y, ya diagnosticado de demencia, Willem de Kooning siguió haciéndolo para delicia de críticos (o mercaderes) de arte e inspiración de un grupo musical

¿Será bueno pintar cuando no se puede hablar? Eso es lo que propone el Dr. Potts al comprobar que a su padre demente, Lester, parecía satisfacerle tal actividad.

Hay cierta obsesión en ligar la enfermedad psíquica, principalmente la psicosis, ahora la demencia, a brotes de creatividad. Kay R Jamison, psicótica y psiquiatra, escribió un libro al respecto, “Touched with Fire”, pero… maldito sea ese fuego.

Me quedo con Utermohlen, que me evoca a Munch, porque gritó no sólo a los suyos. A todos nos hizo llegar una vez más la trágica diferencia para el ser que sufre entre la burda aproximación cientificista, esencialista, a la enfermedad, frente al cuidado existencial al enfermo.

miércoles, 4 de marzo de 2015

Lo animal o el recuerdo del alma

“Modern humanism is the faith that through science humankind can know the truth – and so be free. But if Darwin’s theory of natural selection is true this is impossible. The human mind serves evolutionary success, not truth. To think otherwise is to resurrect the pre-Darwinian error that humans are different from all other animals. John Gray

El fisicalismo considera al ser humano como un mero sistema biológico. A la vez, soporta una nueva utopía, la cientificista, la que considera el progreso ilimitado, sin pensar que una utopía o bien no es realizable haciendo honor a su nombre o bien se transforma en lo peor, en la distopía. Ya vimos sus efectos en el siglo XX. Ese “progreso” puede acabar con todos nosotros de modo literal o privándonos de nuestra libertad.

Ante el avance científico, el Dasein parece evaporarse pero a la vez, paradójicamente, el propio sentimiento de lo animal también se oculta. Entre un dualismo anticuado y un monismo bastante naïf, no nos entendemos a nosotros mismos. Seguimos viéndonos como cuerpos y almas o, como alternativa, como genes que informan una compleja organización molecular. Hay perspectivas holísticas, de sistemas emergentes, pero no basta nada de lo que tenemos a mano para explicarnos. 

Es llamativo que ninguno de esos extremos asuma lo biológico en sentido auténtico, el misterio de la animalidad que compartimos con tantos seres diferentes. Curiosamente, podríamos ver a Freud como un biologicista en sentido noble, pues al mostrar la misteriosa relación de lo inconsciente a nosotros con lo que creemos ser y con nuestras acciones, ancló su teoría en nuestra animalidad subyacente, como organismos que se alimentan y se reproducen. El pecho nutricio, los esfínteres, lo genital… Es lo animal lo que, extrañamente mezclado con lo cultural, con lo familiar, nos lleva por el único río de cada biografía.

El lenguaje nos hace humanos y, por serlo, somos conscientes de muerte y, según Heidegger, seres para ella. Dice Bauman que es precisamente por la ausencia de motivos ulteriores que la expresión espontánea de vida puede ser radical. Pero la muerte no sólo se instala como pensamiento; también lo hace más poderosamente, más enraizadamente de modo pulsional. Quizá sea eso lo que paradójicamente más nos separa de la animalidad, en donde la muerte de unos no es más que medio para la vida de otros.

“En la vida y en la muerte somos de Dios”, les escribió San Pablo a los romanos” (Rom 14:8). También lo son los animales, motivo de alabanza a Dios por parte del humilde Francisco de Asís, quizá porque sólo Dios (a saber qué queremos decir con esa palabra desgastada) comprenda lo animal, porque sólo el Gran Espíritu se compadezca de todas sus criaturas. Hay un hermoso poema de Salvador Rueda (“La dignidad de la muerte”)  que roza esa percepción factible de compasión (de "padecer con") íntima:

“Cerca de la fuentecilla que no suena,
ni con su brillo la retina hiere
un doloroso pajarito muere
roto su iris de plumas por la pena.

La soledad tan sólo ve la escena;
ningún lamento lírico profiere;
solemne, estoica, acata el miserere
con que la muerte sabia lo condena.

No estudia su postura, no declama,
no se desgreña ni a las aves llama;
sólo agoniza el leve pajarito.

Y entre el dolor que trágico lo azota,
Dios baja a recoger su última nota,
y es tan grande que llena lo infinito”

¿Qué es propiamente eso que compartimos con monos, perros, gatos, pájaros o serpientes? Ningún análisis ni síntesis posterior desde la ciencia podrá aclararlo. Nada nos evitará ese “Abgrund”. Sólo desde el arte, desde la poesía, podremos tratar de comprender sin éxito, de maravillarnos ante la enigmática belleza de todos los animales grandes y pequeños, de ese gran conjunto del que formamos parte pero con la carga responsable aún más misteriosa de poder asombrarnos ante la vida, ante algo que sólo desde la humildad socrática podremos amar. Tal vez baste y sobre con entender que el alma vital a todos nos llena para sufrir por la muerte de un animal o alegrarnos con su vida, pues es esa alma universal, la que percibió Teilhard, la que nos contagia e identifica. Quizá el conocimiento de lo animal sólo sea posible desde el animismo, desde lo que apunta al "anima", desde esa forma de religiosidad mística, pura, de identidad ignorante con el universo, desde ese gran vacío espiritual que puede dejar que conectemos con el misterio esencial.