viernes, 30 de enero de 2015

ELLA. Promesa y olvido.

“…aunque se hundan en el mar saldrán de nuevo, 
aunque los amantes se pierdan quedará el amor; 
y la muerte no tendrá señorío”


(Death shall have no dominion. Dylan Thomas).

“Hoy te prometo amor eterno”… canta Il Divo.
Una promesa así, de lealtad amorosa perenne, sólo surge desde la imposibilidad de prometer nada, desde el enamoramiento. Creo que Lacan decía que amar es dar lo que no se tiene a alguien que no es, o algo parecido. Pero nadie está para reflexiones lacanianas ni de otro tipo cuando se enamora.

Esa promesa puede cumplirse, incluso sin saberse, incluso casi sin querer, como muestra la hermosa “Carta a D.” de André Gorz, un hombre que se lamentaba en ese texto al recordar que para él “un amor naufragado, imposible, concedía nobleza literaria” y que “se sentía cómodo en la estética del fracaso y la aniquilación”. Esa aspiración romántica juvenil que pretende realzar el amor erótico mezclándolo con la fascinación de thanatos que lo haría imposible acabó en su caso cediendo al amor perenne… hasta la muerte de ambos. Fue la enfermedad de ella la que desencadenó un suicidio conjunto porque la vida de él dejaría de ser vida real sin su amor, el único, el suyo, sentido siempre pero tardíamente expresado en palabras, aunque ella no las necesitara… o tal vez sí.

El recuerdo actualizado de la gran pasión amorosa equipara el olvido que supondría el duelo a la muerte misma y, ante eso, la opción del suicidio parece la única posibilidad.
Es habitual que una promesa de amor se quiebre tras la legalización que supone el matrimonio. En la Iglesia católica, la promesa romántica cede ante la promesa sacramental, la que obliga…“hasta que la muerte os separe”. Y cuando la promesa se transforma en compromiso simplemente desaparece. Para dos enamorados, nada más fácil que prometer como puro sentimiento inefable que implica el deseo de envejecer juntos, algo no siempre posible y que ha inspirado un hermoso poema gallego cuya traducción a diecinueve idiomas conforma, con preciosas ilustraciones, un libro único, “Se envellecemos xuntos”. La inspiración del poeta (Xulio López Valcárcel) surgió del lamento de una joven al ver a su novio abatido por las balas (“Adiós amor, ya no envejeceremos juntos”).

El joven judío Jesús respondió a una pregunta farisaica sobre la pareja en el más allá desde la carencia de sentido de la cuestión planteada (Lc. 20; 27-37). Pero la promesa de amor eterno no contempla la muerte ni el olvido. Tampoco ningún cielo. Tal vez por ello, el libro de Haggard, “Ella”, ha sido tan interesante como para ser citado por Freud (“Un libro raro, pero lleno de un sentido oculto; el eterno femenino, lo imperecedero de nuestros afectos”) y por Jung (“El anima es impulso vital, pero además tiene algo extrañamente significativo, algo así como un saber secreto o sabiduría oculta”…“A su Ella, Rider Haggard la llama hija de la sabiduría”). Ayesha, la protagonista, “la que debe ser obedecida”, ha conseguido la inmortalidad tras el paso por el fuego purificador, e instalada en ella espera el regreso de su amor reencarnado. Invitándolo a la inmortalidad, para ella el segundo paso por la llama supone la muerte y eso hace que sea él, desde la invulnerabilidad adquirida, quien tome el testigo de la espera durante eones de la reencarnación de su amor perdido. El amor puramente erótico le había hecho olvidar a ella cualquier restricción ética, mostrando que quien ama no es necesariamente amable y pudiendo la insatisfacción erótica acompañarse tanto del mantenimiento de la esperanza en el único amor como de la tiranía odiosa hacia todos los demás que despliega la protagonista.

El deseo sustenta la necesidad del amor imborrable incluso tras la muerte porque más allá del mito, lejos de la religión, es necesaria la permanencia del amor desde el sentimiento de promesa inicial y, si hacemos caso a Dylan Thomas, ni siquiera la muerte tendrá señorío sobre ese deseo.

viernes, 23 de enero de 2015

Donde habita el olvido

"... donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo,
disuelto en niebla, ausencia
...
Allá, allá lejos;
Donde habite el olvido.”

Luis  Cernuda

En una canción de Sabina, antes en un poema de Cernuda y antes aún en un verso de Bécquer, se alude a ese extraño lugar en donde habita el olvido. Un lugar para ser buscado, generalmente desde el fracaso. Un lugar que no existe… o sí, quizá en nuestro hipocampo o en alguna de sus conexiones. Pero el lugar poético no es el anatómico y tampoco el camino a él. Una indagación que parece extraña al ser humano pero no por ello infrecuente. Se busca la calma donde no la habrá. “Es tan corto el amor y es tan largo el olvido” decía Neruda. El oxímoron del olvido en el recuerdo, la imposibilidad de actuar sobre lo que es más ajeno a la voluntad.

Los hay que optan por atajos. Jorge Negrete, más sensible de lo que su machismo aparentaba, le cantaba a “Ella”
“Quise hallar el olvido 
al estilo Jalisco,
 

pero aquellos mariachis y aquel tequila;
 

me hicieron llorar.”
Y lo hacía mintiendo ya que no tomaba alcohol según dicen a pesar de lo cual murió joven por insuficiencia hepática. Así son las cosas; el alcohólico Leigh Fermor moría tras más de noventa años de vida lúcida y activa. Lo estadístico no tiene valor individual.

Quizá en el fondo estemos ante la pulsión de muerte liberada al fracasar el amor y que puede pasar al acto como suicidio o como lenta intoxicación. Porque querer olvidar no parece muy distinto a querer morir.

Pero tal vez tengan razón esos pocos que hablaron de “donde habita el olvido”. ¿Dónde puede habitar mejor que en casa? No en la casa actual, sino en la más propia, casi placentaria, en la de la niñez. Es curioso que quieran ir allí, a “su” casa quienes ya están propiamente instalados en un mal olvido (no el peor quizá), el que supone la enfermedad de Alzheimer. Es allí, en ese lugar del recuerdo primigenio, que en muchos casos no existe ya en el mundo físico (como tampoco los padres), donde habita ese olvido de terrible apariencia y que sólo la muerte dulcificará a los ojos de quienes contemplan el drama. “Quiero ir con mis padres”, “quiero ir a mi casa”… y de nada valen argumentos ante eso que se muestra como más real, ante esa atracción de la casa iluminada en la que habita el olvido.
De forma más rápida, esa vuelta a casa, tras la que seremos olvidados, es descrita por quienes han tenido experiencias próximas a la muerte, en forma de encuentros con familiares fallecidos, como luz que sosiega… 

El tiempo existencial no es el tiempo de reloj sino el de vida vivida, y, sea en años de demencia o en segundos de tránsito, nos espera al final la vuelta a casa, como tierra que acoge un cadáver o como misterio que trasciende al tiempo, según creencias. Pero se cierra así el ciclo. 

Y será en ese atardecer cuando quizá seamos juzgados en el amor, como decía San Juan de la Cruz, tal vez por nosotros mismos… ya no lejos, ya donde sí habita el olvido.

jueves, 15 de enero de 2015

¿Dónde está la sabiduría?

" Where is the wisdom we have lost in knowledge?
Where is the knowledge we have lost in information?"

T. S. Eliot

Es fácil hoy en día saber mucho más de lo que sabía Aristóteles, pero eso no supone ser más sabios de lo que él era.
Incluso en este tiempo de saberes especializados en que es habitual que investigadores científicos de renombre sepan mucho de un ámbito reducido de lo real y muy poco o nada de fuera de él, hay personas que pueden tener un afán enciclopedista y pretender saber de muchas cosas. La imagen del ideal renacentista permanece.
Hay incluso quien imagina una simbiosis con la máquina, cuando no una captación real de su pretendido saber, en forma de datos y más datos, una Wikipedia bionizada.
Pero tener mucha información sobre algo no equivale a conocerlo. Uno puede saber mucho de un país pero desconocerlo. Los datos, la información, esa triste palabra que alimenta el sueño cuantitativo, no suponen conocimiento. Es posible, desde luego, lograrlo, saber desde la experiencia real; no es lo mismo leer sobre la India que vivir una temporada en ella. No es igual leer sobre una religión que haber sido educado en una familia religiosa. 
¿Quién no aspira al conocimiento? Se habla de las supuestas (y falsas) virtudes del “aprender jugando”, sea ese aprendizaje de inglés o de matemáticas. Estamos en un tiempo en que el conocimiento se considera algo que se tiene, como una cosa, algo a lo que se le suele llamar curriculum vitae, como si la vida profesional fuera una acumulación de certificados y reconocimientos. Conocer como tener (antes se usaba la expresión “tengo estudios”), en forma de diploma o licenciatura o cualquier otro modo enmarcable. Hoy en día retornamos a esa triste concepción del saber bajo el modo industrial, el de la normativización ISO y tonterías similares.
Hay personas que conocen mundo, que saben mucho de muchas cosas. Pero ese saber sigue siendo algo ajeno a la sabiduría.

¿Dónde está? ¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento? 

El infatigable lector Harold Bloom se hizo esa pregunta al borde de la muerte y de ella surgió un precioso ensayo… sin respuesta. Porque no la hay propiamente. Él, un judío gnóstico, picó aquí y allá, en la fuente J, en la fuente Q, en Proust, en Freud, en Shakespeare, en Montaigne. Un gnóstico un tanto decepcionado incluso por lo que paradójicamente le ayudaría, por Nag Hammadi, donde el sueño se confrontó al hallazgo.
Si Harold Bloom no la da encontrado, ¿A quién recurrimos? ¿A maestros religiosos? ¿A filósofos? ¿A poetas? ¿Buscamos desde la ciencia? ¿Indagamos en la Historia?

Tal vez la clave resida en la imposibilidad. En que, si el conocimiento es alcanzable, la sabiduría no; en que si el conocimiento da respuestas, la sabiduría sólo puede ofrecer preguntas. Y tal vez por ello no fuera propiamente humilde Sócrates si dijo que sólo sabía que no sabía nada. Quizá así reveló en realidad un gran orgullo.
Tal vez también por ello, Kant fuera más sabio que otros que le precedieron, porque formuló preguntas… que respondió como respondió. Pero las hizo.
Y la gran pregunta es tan importante que surge como mandato, como norma de vida
buscadora. Se plasmó en Delfos y sigue vigente. Una cuestión que enlaza con otra formulada por un gran psicoanalista contemporáneo: ¿Qué quieres? Y que va más allá, por ir más al centro existencial, que las cuestiones kantianas.

No es descartable que la sabiduría se dé como la felicidad, sólo ocasionalmente. Un célebre y hermoso cuento proclamaba que el hombre feliz no tenía camisa. Diógenes, de quien dicen que era sabio, tampoco se vestía muy bien. El mal no reside en la imposibilidad de ser sabios sino en el olvido de que la sabiduría existe aunque no la alcancemos. Es probable que muchos nos muramos sin tocarla, pero valdrá la pena buscarla. 

jueves, 8 de enero de 2015

Damnatio Memoriae

Uno puede olvidar y también ser olvidado. En el libro del Éxodo se nos habla, ya en su comienzo, de un faraón que no conocía a José (Ex. 1:8). Sabemos qué consecuencias tuvo para los israelitas esa ignorancia. La impronta egipcia de José, poco importa que fuera él real o mítico, se evaporó con su muerte, como ocurre con la memoria que se ha tenido de casi todos; como ocurrirá con la que se tenga de nosotros.
Ahora bien, aunque el olvido acontezca de modo natural, no es posible obligar a olvidar. Sólo son factibles olvidos parciales, como hemos visto con ocasión de juicios contra Google relativos a un llamado “derecho al olvido”. Parece ya que sólo desde la acción es posible la omisión, que sólo un acto jurídico puede borrar los actos realizados en ese mundo nuevo en la Historia humana en el que somos, además de cuerpos y almas, un conjunto de datos que fluyen por cables (en la “nube” se suele decir).
Ni siquiera cuando parecía más fácil fue posible olvidar. En Roma la divinidad se asoció al poder del principado, ya desde el propio Octavio, y su muerte era identificada con la apoteosis. “Sis felicior Augusto, melior Traiano”, se les deseaba a quienes eran designados para la dignidad que implicaba en vida ese futuro eterno, pero pocos o, más bien, ninguno, de los que accedieron al principado tras los tiempos de Trajano fueron tan capaces, siendo algunos auténticamente nefastos, como Cómodo o Heliogábalo. La liberación que suponía su muerte no era suficiente para los liberados; se precisaba hacer desaparecer al déspota (o al competidor) también del recuerdo, de cualquier recuerdo. Dictar la damnatio memoriae suponía un considerable esfuerzo de borrado de estelas, de monedas, de estatuas, de todo lo que recordara al maldito… para nada, porque siempre quedaba algo y tan es así que aún sabemos de los condenados al olvido.

Mucho después de que la misma Roma fuera olvidada en la práctica, la damnatio memoriae se mantuvo, aunque no fuera de un modo oficial contra el poder pasado, sino oficioso desde un poder presente. Las fotografías manipuladas en la época de Stalin son equivalentes a la alteración de la Historia pintada por Orwell.

En  nuestra Historia reciente no sólo se ha matado; también muchos muertos han sido condenados al olvido, tirados en fosas comunes. El daño se extiende así a todos los que no pueden asumir ese olvido, a sus familiares y amigos, no sólo de una generación, y es que, siendo seres corpóreos, los restos de un cadáver se convierten en reliquia imprescindible para los vivos, que precisan atávicamente disponer de ellos para inhumarlos o incinerarlos, pero siempre en algún lugar. Se muere en un sitio y es preciso saber de él, aunque sea fosa común, para recuperar en el muerto la individualidad de que gozó en vida, para poder construir un duelo, recuperar la calma y quizá incluso olvidar que es la mejor forma de perdón y de facilitar que la Historia avance.

La negación del necesario recuerdo que se sigue dando en España, con una Ley de Memoria Histórica obviada de facto, no es aceptable en un país civilizado que debe estudiar su historia reciente, plasmándola en documentos, en libros. Decía Stefan Zweig que “…los libros sólo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido”. Quizá por ello el libro más necesario, más que el narrativo, el filosófico o el científico, sea el texto histórico cuyos actores ya no están entre nosotros. A todos ellos les debemos el recuerdo.