sábado, 7 de enero de 2017

RELIGIÓN. El olvido de la fe. ¿En qué creen los que creen?


“En summa de todos los remedios en tales tiempos es mostrar muy grande ánymo contra el ynimigo, totalmente desconfiando el hombre de sy, y confiando grandemente en Dios, puestas todas las fuerças y esperanças en él”. Schumacher G, Wicki J, Epistolae S. Francisci Xavieri. Roma 1945 II, 180-182. Citado por Recondo JM. “Javier, las culturas”. Historia 16. XXIV, 2000; 294: 31-49.

Al final, no se trata de creer sino de ser. Decía Ortega que las ideas se tienen y que en la creencia se está. En nuestro idioma, ser y estar no es lo mismo. Se puede estar en la creencia, instalado en ella, pero sin saber propiamente lo que se es o se aspira a ser.

Lo que uno cree puede tener poca relación con su deseo. Inconscientemente interiorizamos la ley. Freud le llamó a eso superego. Demasiadas veces nos confundimos con esa referencia extraña y tantas veces culpabilizadora. Algunas veces la asociamos a la ley más universal concebible, la divina.

Qué debemos hacer se plantea en alguna ocasión como la pregunta kantiana más urgente, la que más ansiedad puede causar porque la respuesta ha de ser inminente. Las otras dos cuestiones, qué puedo saber y qué debo esperar, parecen secundarias a la urgencia de la acción en un momento dado, la acción que se espera siempre sustentada por una creencia esencial que va más allá de lo racional aunque lo abarque.

Y esa acción, ética, supone al otro concreto y por eso puede desterrar al gran Otro que sustenta la creencia esencial, que sostiene a uno mismo.

Soportar la creencia implica asumir que se está en posesión de la verdad. Y ya se sabe, la verdad os hará libres, decía Jesús, que se mostró como camino, verdad y vida. Nada menos.

Pero el afán de lo mejor puede suponer lo peor. En nombre de la pureza, se quema al impuro.

Si hay algo absurdo es pretender conocer desde el creer. Se puede creer en Dios pero no tratar de conocerlo desde la creencia. Se puede gritar a Dios pero no tratar de escucharlo, porque resulta que se le da por callar. El propio Ratzinger, siendo papa, se refirió a ese silencio de Dios que resonó en Auschwitz. El papa Francisco ni siquiera lo mencionó; simplemente calló y rezó en ese lugar. No se puede hacer más. 

En Auschwitz, Kolbe murió por otro y con ello su vida se justificó. Poco importa que fuera un reaccionario antes. Basta con un acto tan simple como duro y definitivo. 

Y el silencio divino nos deja inermes a quienes creemos en Dios, a quienes esperamos contra toda esperanza. Porque suponemos que Dios acoge, que ama, que no es indiferente. Bastaría con pocas señales, con alguna, pero no la hay. No desde luego cuando se necesita. Y entonces, ¿qué?

Sólo silencio. Ése es el título de una novela de Shusaku Endo y de la maravillosa, extraordinaria, película de Scorsese, basada en ella. 

Una gran película en la que se recoge lo bueno oriental, su saber desconfiado de modas religiosas  foráneas, el ritual japonés tan elegante como sensato y cruel, la temporalidad histórica que todo lo enmarca y sin la que nada se comprende.

Y una película sabia al mostrar que bien puede ocurrir que todo se derrumbe en quien confía, incluso la confianza misma, la fe más asentada, pero que aun así, del peor modo, es posible la compasión. Es la compasión bien entendida, no al modo sensiblero, lo que nos hace realmente humanos, dadores de lo que tenemos y también, es lo esencial, de lo que no tenemos. 

Aunque no sepamos, podemos dar. Aunque traicionemos a Dios (a saber qué queremos decir con tal nombre), podemos alcanzarlo del mejor modo en el otro. En el peor de los momentos, podemos quedarnos sin base alguna, pero podemos dar, incluso sin darnos. Podemos traicionarnos pero peor traición sería negar al otro la donación esencial, tan esencial como simple y contraria al orgullo implícito a la coherencia, con la que a veces se confunde la ética.

A pesar del silencio de Dios y en contra de lo que uno cree más propio de sí, lo que supone su fe más auténtica, es factible precisamente la creencia esencial sostenida por el Gran Misterio y que acoge lo que parece más incoherente, la renuncia a todo por amor real a lo que se creía menos querido.

Y es que la fe no supone creer lo que no vemos sino precisamente aceptar del mejor modo lo que vemos y lo que urge nuestra actuación. Eso nos puede hacer más humanos. 

2 comentarios:

  1. Querido amigo: aún no he visto la película de Scorsese, uno de mis directores favoritos, pero desde luego tu comentario es estimulante, y redobla mi deseo de ir al cine.
    No obstante, me detengo en la “compasión”, el rasgo humano por antonomasia, que tú señalas. ¿La hallamos también en los animales? Su comportamiento muchas veces lo sugiere, pero es frecuente que atribuyamos a los animales vivencias y sentimientos que en realidad son proyecciones de nuestro propio mundo subjetivo. Desde luego, es indudable que la crueldad no existe en el reino animal: solo en el mundo de los humanos. Por ende, la compasión -como su antítesis y su antídoto- no podía menos que ser algo específicamente propio del ser hablante.
    La compasión es mucho más que una virtud, como de algún modo lo dices en tu comentario. Es uno de los pilares de la ética. No es algo que obedezca a la educación, ni a la ilustración moral del individuo. La compasión surge a partir de una elaboración compleja, mediante la cual el sujeto logra reprimir sus tendencias destructivas. La compasión debe no solo dirigirse a los otros vivientes en general (humanos y no humanos), sino incluso a uno mismo. El sujeto sometido a la crueldad de un superyo inflexible no solo será terriblemente infeliz, sino que probablemente no podrá impedir ejercer esa crueldad en sus semejantes. No es preciso profesar fe alguna para ser compasivo, puesto que la verdadera compasión, la mano tendida hacia todo ser que se muestra en su desamparo radical, puede surgir sin necesidad de creencia alguna. Tan solo la empatía con el dolor del otro, con el dolor de quien ha quedado en la intemperie de la vida. No todos la merecen. La compasión solo tiene valor cuando no es universal, sino cuando es selectiva. La compasión universal puede confundirse con el perdón, y no todo ni todos pueden ni deben ser perdonados. Hay actos que son inapelables, que son imperdonables por toda la eternidad. Que no prescriben. La única manera de no abaratar la compasión y el perdón es saber a quiénes debemos elegir. No es una elección sencilla, y por supuesto los criterios son absolutamente discutibles y polémicos.
    Un abrazo,
    G.

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    1. Querido Gustavo.
      Como siempre, tus palabras iluminan.
      Diferencias algo que se nos podría pasar por alto. No es lo mismo, como dices, la compasión que el perdón. Hay actos "que no prescriben". Bueno, Orígenes era demasiado bondadoso o ingenuo para pensar (contra la Iglesia) que hasta Satanás sería perdonado. Pero, como indicas, se compadece a alguien, no al universo.
      Hay algo que me parece especialmente relevante, siendo importante todo lo que dices, y es la necesidad de compadecerse a uno mismo en el sentido realista, algo que parece difícil de hacer sin un análisis que muestre el extraordinario poder de lo superyoico.
      Con mi gratitud por tus sabias palabras, recibe un fuerte abrazo
      Javier

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